Santiago vuelve muerto de la guerra. Camina, pero está muerto. Ausente, ido, congelado, desalmado. Incómodo en la sala, inquieto en la silla, a veces parece que se olvida de respirar y vuelve a tomar aire después un susto repentino. Mira incesantemente hacia la puerta que da a la calle y al pasillo que lleva al baño. Hay dos cafés en la mesa, uno va a quedar intacto.
- Maté a mucha gente.
Alguien está con él. Alguien.
- Bueno, pero vos también tenés que pensar que en realidad lo que pasó...— ¿Cuántos tipos mataste?
- Seis.
- Bueno Santiago, no es para tanto. Nosotros leíamos las noticias, ¿sabés? y nos preocupábamos por vos, sin poder saber cómo estabas. En esa guerra murieron treinta y cuatro mil personas Santiago, ¿supiste? Treinta y cuatro mil. Y vos estabas haciendo lo que tenías que hacer...
- Pero yo maté a seis personas.
- Santo, Santito... escuchame una cosa. No sé cómo te tomes lo que te voy a decir... Pero si murieron treinta y cuatro mil tipos, qué se yo, cinco no son nada.
- Seis
- Es igual Santiago, cinco o seis es lo mismo. En semejante matanza seis es lo mismo que cinco y que diez, y uno no es nada. Que se muera uno más o uno menos por la guerra no es nada, Santo.
- Tenés razón.
Santiago se levanta de la silla con las manos en los bolsillos de la campera, encorvado y crispado, como si quisiera abrigarse el cuello con los hombros. Entra al baño. Y dispara.
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