jueves, 20 de febrero de 2014

El Hombre Lobo de la leyenda


El terror. El espanto. El sadismo de la bestia. La mandíbula y las garras. El Hombre Lobo, la amenaza. El Terror. Claro, el impulso de multiplicar la amenaza parece ser un reflejo, temblando todos cómodamente sentados sobre el miedo inquieto, frenético. Hay alguien a quien perseguir, a quien sacrificar. Hay un hombre, un hombre bestia maldita, bestia hombre culpable y maldito. Hay un hombre lobo y feroz, acorralado de fantasías de fuego, trampas, machetes, balas y estacas. Pero el lobo es hombre y nadie se acuerda. Al fin, todos tememos arrimar las antorchas a la cueva de nuestra propia bestia interior. El Hombre Lobo quizás lleve el alma más desgarrada que la camisa, las heridas más sucias que sus manos al amanecer, la paz perdida mucho más lejos que sus zapatos. ¿No te lastimarían el cuerpo unas propias fauces atroces creciendo sin control, las garras que emergen irrefrenables destrozándote desde adentro? Nadie quiere ser culpable, monstruo, bestia; nadie quiere cargar con el designio maldito de las horas y de la luna y de sus formas. El hombre sufre -¿quién no?- cuando la bestia emerge y desgarra su interior. El alma se retuerce en angustias indomables mientras el llanto no puede salir, apretado entre el estertor y los gruñidos ahogados en la lucha contra el primer aullido. Antes de ser el lobo un depredador, el hombre es presa. Se desconoce, se abandona a palos, es expulsado de sí mismo, desterrado su lugar que es el cuerpo que lleva su ser. El hombre se arrastra, se ensucia, se caga. El pueblo lo persigue con sus hombres, sus manos, sus miedos, sus armas. Quizás lo alcancen. Quizás el Hombre Lobo se esconda, rodee el lugar y vuelva a acosar y a atacar. Todos se angustian, pocos escapan, casi todos temen, algunos sufren. Tal vez nadie se pregunta por qué.

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