miércoles, 17 de septiembre de 2008

Casualidades, idas, ideas y excesos.


El miércoles fui con un grupo de trabajo a una presentación. Sin querer, cuando me acomodé en el auto después de subir, tomé una llave que estaba en el asiento y terminé metiéndomela en el bolsillo. Después de volver me di cuenta de que me la había guardado y llamé para avisar que iba a devolverla al día siguiente, sin calcular en que en realidad podría tener todo ese día ocupado.

Una de las ocupaciones de este día era remojar la proteína de soja antes de cocinarla. De hecho, me acordé tarde y la puse en agua sin pensar que se me hacía tarde para devolver la llave. Fui a la lavandería y después a tomar el colectivo, sin darme cuenta de que tenía sólo un billete de 50 mil que el chofer no me iba a aceptar.

Entonces, cerca de la parada para no perder de vista la llegada del micro, pedí una empanada y una croqueta (sin pensar que quizás cambió de dueño o de cocinera el bar, y entonces el pedido resultaría un fiasco).

Después de que consiguiera el cambio (que lo consiguiera en un local vecino la vendedora que me atendidó), subiría al bondi para devolver la llave mágica; ya pensando que al cuete iba a volver a casa si ya había almorzado, sin razonar, sin embargo, que hacía mucho calor y la soja se estaba remojando condimentada fuera de la heladera.

Después de cumplir con la reoposición debida, caminé y pregunté por paradas de colectivos, líneas y direcciones como siempre. No pensé que iba a dar tantas vueltas pero en menos de media hora llegué al Cerro Lambaré (que si algún día lo quieren conocer, deben buscarlo en Asunción porque el cerro Lambaré no está en la ciudad de Lambaré).

Pregunté de nuevo y ya me encontraba camino a la cima, hacia donde seguí durante veinte minutos. Yo zigzagueaba con el asfalto, el silencio aumentaba, los bichos se negaban y el sol me hacía preguntar por qué no llevaba agua. Es que llegué sin pensar, compañero…

En el vaivén del camino encontré una cortadita de tierra que atravesaba una porción de monte. En realidad encontré dos, pero la segunda ya mostró un aire de necesaria e irrebatible invitación. En un ratito estuve arriba.

Era casi todo verde y casi todo silencio. A lo lejos, Asunción apenas era una postal que despedía un tímido rumor. No empezaba a digerir nada de todo lo sabroso del lugar cuando llegó un emisario de la urbe que estacionó, bajó, miró al vacío por la barandita y escupió dos veces sin dejar de seguir con la vista a sus blancos primogénitos avícolas. Me pregunté si eso tendría que ver con las extensiones del ego, como en el caso de los autos y los teléfonos. Pero rápidamente me respondí que el tema tenía tanto sentido como escupir y examinar el salto del hijo gallito.

Las cosas estaban en movimiento. A la paz vino el ruido. Al ruido la pregunta. A la pregunta la indiferencia. Y después la envidia...

Cuando más alto estás y más ancho es el horizonte, más celos te dan los pájaros y su liviandad, que pueden ir y volver de cuantos horizontes quieran. Sin embargo sólo dan vueltas por allá y aquí (¿gran indolencia, gran humildad o algo de humanidad?)

Desde abajo, de un suelo verde en transición y pintado de humedal, sólo llegan algunos zumbidos grises, un grito, gallinas y cachacas. No la oí, pero desde un patio muy lejos me llamó una cabra. Las motos de la primera avenida se acercan y se mezclan con las ranas del cerro. En el barrio de abajo los perros se agitan. Faltan minutos para las dos; es hora de las sobras de las sobras de lo que se consume en el centro.

Entre lo que parecen dos barrios hay una gran formación como de piedra. Parece la base de una pirámide escalonada, que completo mentalmente para viajar al instante y por un segundo a alguna antigua ciudad azteca. El chamán nunca llega, pero algún día lo voy a ver.

Doy una vuelta a la explanada de la cima y me acuesto un poquito a haraganear entre el cielo y el cerro. Es miércoles. En la ciudad apenas comienza el tercer turno tarde, y quedarán dos más. Me lo recuerda un prócer que mira fijo, mientras ocupa el segundo escalón del podio homenaje que remata el cerro. Abajo, más a mi altura, hay un indígena que me da la espalda… Me incomoda algo la ubicación que elegí, por la disposición del espacio y las miradas que se trazan y se niegan entre los tres.

El teléfono no funciona. Entonces pienso. Por suerte, a veces uno dialoga con su propio silencio y piensa. Recuerdo algo que escribí hace mucho:

Tengo miedo a que llegue el tiempo (…) y sólo me deje, con nada más que otra pila de incertidumbres y angustia. (…) ¿Será que tengo miedo de no tener brazos con los cuales luchar?
No sé adonde podría ir sin confianza y fe. Ni se si tengo fe, no sé qué es la fe. No sé adonde ir.
Que qué es lo que espero para empezar. Que cómo voy a terminar lo que debo. Que adónde llegaría, sin atinar a moverme a ningún lado.
No soy capaz de describir lo que siento. (…) ¿Qué carajo voy a hacer de mi vida?
No sé, no sé nada.
Nada.

Por suerte eso pasó hace años y tengo algunas cosas más claras (al menos terminé lo que tenía que terminar y fui a concer el cerro). Sin embargo esa vez, lo mismo que ésta, no tengo claro por qué habré escrito tantas palabras. Quizás bastaba nada más que una decena…

Sol, cielo, viento, calor;
silencio, pájaros;
ojos, manos;
tiempo y reflexión.

O quizá sea suficiente sólo con una… Podría ser vida.

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