lunes, 26 de enero de 2009

(Ausit)



Aprendimos a gatear
antes que a andar juntos.
Y andando juntos vimos
lo lindo que era andar.
Y hasta hacernos solo uno
de dos caminos distintos
quizá no supimos que había
de ellos blancos y tintos.
Y al paso de nuestra ruta
de madurar nosotros, frutas,
de sacarnos jugo y sangre
y escuchar en nuestra carne
los ecos de nuestras furias
prosas, pasados y amor,
encendimos el calor
que en un globo de esos ardientes
va a llevarnos al continente
en que hubimos de nacer.
A poblar o perecer,
a vivir y dar ayuda.
Pasarla joya, peluda
difícil, pesada, incierta.
Pero ayudarnos a abrir puertas
será nuestra esencia cruda.
A improvisar la vida injerta,
nuestra historia y medio de vida
que aunque hoy, desconocida,
canta adentro como escuerzo
sin medida como este verso,
sin miedo como sin rima.
Y quizá a veces sin tiempo
también llegue como el destino
a movernos intestino
y a sacar lo que haga falta
para caminar liviano acima.
Y te digo, vamos juntos
lesgóu, lo vamo, vashemo.
esperando, sabés, me quemo
y quiero despegar con el viento;
así prometo, y no miento,
que llegaremos a destino.
Hoy por eso copa empino
y a brindar por el futuro
porque nunca es alto el muro
cuando el salto es con fé;
porque sé que el que no ve
es que no mira con confianza
y, ambosdós, una esperanza,
podemos volar a pié.


viernes, 9 de enero de 2009

Había una vez un lugar que era un mundo posible


Cuenta esta historia acerca de un universo soñado. Soñado pero vivido. Vivido por muchos de nosotros.

Las reglas que nos mecanizan, el tiempo que nos corre, el deber aprendido por repetición y el ojo ajeno al que atendemos más que a nuestros propios deseos; todo eso, era allí menos que un cuento. A propósito, era un lugar de muchos cuentos e historias, a veces sin principio ni fin, pues ninguna de las pequeñas luces que habitaban el lugar se interesaba en las mediciones, los puntos, las pautas y formalidades. (Si se me permite una salvedad al respecto, mucho de aquello habrá impregnado hasta hoy estas manos que le escriben, pues también supieron pasar por ese pequeño universo; entonces pediré perdón anticipadamente ante cualquier informalidad con que pueda incomodar su paso por esta historia).

Las pequeñas luces eran la vida del lugar. Eran el argumento y el sostén de su existencia, eran la música que hacía los bises de sus rincones de cuerdas. Las pequeñas luces hacían cantar a las paredes del lugar con su eco, mudas en la ausencia de aquellas almas. Pasaban allí algún tiempo, digamos que un par de años que, lo dijimos, no contaban, no medían ni fraccionaban en doceavas repeticiones aburridas. El tiempo se llevaba en lo que se sentía, con lo que se hacía, se creaba y compartía. Con lo que se aprendía también, porque las pequeñas luces eran seres de una sabiduría profunda, simple y transparente. Pero con la inocencia y la humildad de las almas grandes, vírgenes y deseosas.

Naturalmente, allí se respiraba la música como la plástica: cualquier argamasa se hacía cuerpo de sueños, que fluían simplemente de un alma a una mano y a un pedazo azaroso de color que inmediatamente cobraba vida. Esa magia, ese encanto que era un himno de risa, era la energía matriz que llenaba el lugar, viajando en el aire, rebotando en cada espíritu, avivando su llama de vida y volviendo a alumbrar el lugar en un ciclo interminable y siempre creciente. La poesía, el humor, el canto, e incluso la filosofía, eran la forma natural y precisa de conjurar la creación, la energía y el amor de esa mágica aldea. Porque eso era todo lo que allí había.

Claro que, como en toda comunidad, no faltaban las diferencias de pensamiento, los deseos superpuestos y ciertas disputas por preferencias encontradas. Pero, como no es más transparente el agua ni el aire que la verdad, las pequeñas luces mantenían (como hoy lo hacen otras) la verdad como bandera: no había disputa viciada de rivalidades ni de pereza por el bien del otro. Así, a cada encuentro de opiniones diversas, sobrevenía un final con una pregunta común: ¿hacia dónde vamos? Todo era unión, era siempre todos juntos.

Las pequeñas luces crecían mientras fluían constantemente hacia el descubrimiento de su propia esencia. Las acompañaban en el camino las almas protectoras, dos seres algo agigantados y llenos de un amor inagotable. Dos guías que pisaban el mismo suelo de las pequeñas luces, sin dejar de maravillarse porque éstas alcanzaban en su vuelo diario cielos que a veces ellas mismas desconocían. La energía de unos alimentaba a otros, el paso a paso se hacía mágico y creciente, la expansión y la proyección de esas vidas llenas de vida lo llenaba todo.

Durante las primeras horas de un día un poco extraño, algo tembló. Fue un día inesperado, impensado. Y, aunque la realidad positiva e inobjetable no era el criterio de verdad de aquella aldea, los sentimientos que se suscitaron esa mañana sorprendieron por haber saltado la barrera de lo que se creía mítico y lejano, para adueñarse en buena parte del lugar. Habían precedido a ése, otros días de presagios borrosos y algunas caras raras. Pero la conciencia común de las pequeñas luces los había ignorado por propia naturaleza. Porque los rugidos, el temor y las muecas cerradas eran extranjeros que no acostumbraban a pisar el lugar.

Las almas protectoras, siempre entregadas a su misión, hacían guardia en lo ancho de ese mundo sin perder de vista el vuelo de sus pequeñas luces maravillosas. Y como lo importante era preservar aquellas vidas y su plenitud, todo y todos se alinearon para que la risa, los colores, los sueños bosquejados con los sentidos despiertos, la creación, las letras y las canciones vuelvan a orientar el destino de aquel cosmos.

Así volvieron las cosas a su lugar y las historias a sus rumbos, difusos entonces, pero siempre curiosos y vívidos. Si bien la energía se encontraba algo diezmada y la risa volvía tímidamente, el espíritu de esta burbuja era el mismo y volvía a crecer. Volvían también las frecuentes simbiosis espirituales y, cómo no esperarlo, las historias de amor. Porque también de esas historias había. Incluso en aquellos días comenzaba a escribirse una, que transformó el temor que la había rozado en un argumento accidental para dedicar tímidamente una caricia inesperada o un abrazo enmascarado.

Mientras las almas protectoras volvían a inspirar y guiar la energía de las pequeñas luces, llegó el segundo rumor oscuro. Ya doloroso, con más estruendo y con una cercanía que lo hacía difícil de ignorar. Las almas protectoras volaron para malabarear con las risas por que no cayeran. Para cantar más fuerte que el rugido de los truenos oscuros. Se endurecieron algunas caras, rodaron algunas lágrimas y el aire se oscureció a preguntas.

En minutos el pánico aumentó; el ápice se escribió en un solo día. Quizás, apenas, en una sola tarde o en media. En segundos los colores se evaporaron, las canciones enmudecieron, el aire se tornó inexcusablemente negro; las almas protectoras entregaron sus cuerpos, entre ciega e instintivamente, por proteger toda esa vida. Ni todo el amor de ese mundo, ni el recuerdo de los colores, ni el eco de las voces más dulces ni las canciones; ni los sueños puros de utopía que comenzaban a dormirse, ni la fantasía virgen que ignora lo que es mejor no ver… Nada de eso alcanzó.

Todo se convirtió en llamas. Luego todo se apagó y fue todo silencio y destrucción. Y fue apenas el inicio de un gran dolor.

Finalmente todo, absolutamente todo, fue tristeza y muerte.


. . .


El 19 de abril de 1995 un edificio federal del estado de Oklahoma fue destruido por la detonación de dos toneladas de explosivo, perpetrada por Timothy McVeigh, veterano de la guerra del Golfo Pérsico. El edificio albergaba veinte dependencias federales y un jardín de niños.
19 de ellos murieron junto a sus dos almas protectoras, las señoritas White y Green.