viernes, 25 de abril de 2014

La Laguna de Oriente

La Laguna de Oriente

En El Llano, en la planicie, esa mesa en donde hacia donde se mire se ve, hay un camino recto. Es una superficie lisa, una cinta artificial, inalterable y regular, de un impecable acabado, casi pulido. Es el Camino de Occidente. Es una ruta moderna, segura; una obra vial estupenda, una vía rápida con tránsito constante que sin embargo no ofrece mayor resistencia a las carreras que sacuden el silencio de El Llano.

Andando unas horas por el Camino de Occidente se encuentra una laguna. Por alguna entre muchas posibles razones que se cuentan en el lugar, es conocida como la Laguna de Oriente. En algún momento del viaje, emerge ante el conductor en el horizonte del Camino de Occidente, haciéndole percibir que de seguir avanzando en su trayecto, se zambullirá en ella. El misterio del agua, del sol que calienta la superficie pero no toca el fondo, de los colores inquietos de la tierra mutante que se acerca a la orilla, del silencio, intermitente en la línea movediza del agua, de las diferentes formas de la vida del lugar, casi sin nombre de tan desconocidas... Todos esos matices del aire, esos misterios del tiempo, esos vaivenes del ensueño macerado entre tantos calores, probablemente nunca lleguen a los oídos de los conductores.  Porque por supuesto que el  Camino de Occidente -obra ejemplar en Planificación e Ingeniería- describe dos curvas (izquierda - derecha) que han recortado y delimitan un lado de la laguna, que en el lado opuesto crece y decrece, se desplaza y se transforma al encontrarse con las diferentes formas de la tierra irregular. Tomando las curvas del camino, los viajeros bordean un lado de la Laguna de Oriente y, en algunos sitios en los que pueden detenerse a observar y convertirse circunstancialmente en turistas, pisan tierra para tomarse fotografías con la laguna como fondo. (Para luego contar -y mostrar, claro- que estuvieron allí). El turista vial se ve, y luego automáticamente se muestra, presente en la Laguna de Oriente.

En las tardes, la Serpiente Resonante se desliza silenciosa por El Llano. Ladeando el Camino de Occidente, planea hacia la primera de las dos curvas, atraída por la humedad de la laguna. Por aquellas horas todavía quema el sol, a ratos se detiene el viento y entonces no hay más movimientos que el del agua lejana y el de los automóviles que la ven pasar fugaz, y que a veces ni la ven. El suelo y el calor dibujan formas que se mueven sobre las formas, y la Serpiente Resonante las ve mientras hamaca su cuerpo, empezando por la cabeza, empezando por sus ojos, a la izquierda, a la derecha, a la izquierda, a la derecha.

La Serpiente Resonante siente el rebote insistente del sol en la superficie del asfalto. Pero percibe y huele en el aire el norte de su camino: el agua lejana de la Laguna de Oriente. Sigue el rastro de la humedad, inhala bajo el sol, exhala contra la tierra que también vuela bajito. Ve a un lado el camino y adelante la curva que se abre hacia la izquierda, la ciudad, el cemento, el Desarrollo.

La Serpiente Resonante avanza y se acerca. Y, como pocos, va a llegar a la laguna. Va a atravesar las piedras y la tierra y va a deslizarse en el barro. Como pocos, va a tocar el agua: va a planear y sumergirse en la Laguna de Oriente. Y a zambullirse en sus misterios, entre el silencio y el agua, la quietud y la luz movediza; la humedad, el calor y el frío.











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