martes, 12 de marzo de 2019

Boom!


A veces (y bastante más que una vez) la Sincronicidad, esa ventana secreta y móvil que manda explosiones de una luz veteada en la búsqueda permanente de sentido, me ha partido el coco. Me ha dado varios sopapos, madrazos y arrastradas de verdad memorables. Unos golpes raros, como de aire, que te llegan siempre fuerte y estando desprevenido; con la naturaleza mágica e inmaterial de la música, con la fuerza contundente de las miradas, con el peso extraño del tiempo.

Faltan nueve días para que sean tres años y medio exactos desde que vivo en San Lucas. Decidimos mudarnos aquí con mi esposa para tener un hijo. Por algo fue hija, por algo fue cabeña, por algo es mexicana, por algo todo. Por algo inconsciente -en cualquiera de sus acepciones- nos vinimos a vivir acá, a San Lucas, sin siquiera conocer el lugar que hoy, como todo, nos da mucho de bueno y nos ofrece poco de varias cosas que querríamos tener más.
No sé decir hace cuántos años conocí y fui cautivado por el símbolo celta del Triskel. No recuerdo cómo se me apareció o lo encontré, lo que sé es que impresionó mi espíritu y que, sin habérmelo tatuado, lo llevo puesto en mí como una marca indeleble. Es un atractivo estético, sí. ¿Es varios atractivos conceptuales? También. ¿Incluye algo hipnótico y misterioso? Tal vez eso sobre todo, o eso antes que nada. Digamos que el suceso personal más relevante respecto a todo esto fue pedirle hace unos diez años a mi suegro artesano que me tallara un Triskel. Me hizo tres, uno en alpaca, otro en nácar y el otro no recuerdo. Tal vez eran dos. Los tuve hasta que uno se rompió y el otro en algún lado desapareció. Lo material es así, lo peligroso son las trampas. Lo bueno es no caer, esa es mi idea.
Muchos conocen mi aversión a la iglesia católica y su ideología limitante, el dogma que amenaza el desarrollo y plenitud de los seres humanos en toda su potencialidad. De los que son partidarios de ella y de los que no.
Hace un rato, en este día raro y ventoso, nublado, húmedo y algo pesado, no estuve pensando en esto último en lo más absoluto. Sólo estábamos hace un rato paseando con mi hija mexicana cabeña hermosa Malena, sin rumbo, andando en auto para hacerla dormir.
Iba por una calle del centro que llega a la Bahía del Médano, de mucho movimiento de comercio y turistas. Pasé por una esquina que ya habré cruzado unas cien veces y vi una escultura que nunca había visto. Supongo que es bronce; en color café, un tipo con una túnica y un libro en la mano izquierda. Abajo, un cartelito dice “San Lucas”. Ajá, un nombre común, medio nice, diría que muy coqueto en su sonido, y que creo yo que no es tan popular en la iglesia como Cayetano, Rosa, José, María, Juan, Antonio… Pero ¿por qué estoy hablando de él?
El San Lucas de San Lucas, la sorpresa de hoy, tenía en la mano izquierda un libro que tenía en la tapa tallado ¡un Triskel!
Una sorpresa es, en general, algo que te impacta y por su naturaleza implica una necesaria evidencia: siempre tiene algo de literalidad, hay algo o alguien que aparece y te sorprende. Un evento de sincronicidad como el de hoy, te llama, te impacta, te sacude, no te dice nada y te deja pensando, de alguna forma alterado o perturbado.
Qué curioso. Qué relevante. Qué inexplicable. Qué viento. Qué quietud. Qué salto. Qué vacío. Qué movimiento. Qué luces raras. ¡Qué rayos!
Maldición.
Bendición.
Fin.